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Prólogo. Tras el rastro de Menudencio, diez años después. [1]


Nada hace dudar más de la Historia que el ritmo vertiginoso del tiempo real. El relato que sigue corresponde a un tiempo de tránsito, a un tiempo bisagra, lleno de profundos cambios y transformaciones. Ocurre durante una brecha tecnológica donde la fotografía digital era incipiente y aun existían defensores acérrimos de la fotografía en papel; un tiempo en que apenas habían lanzado el MSN Messenger, y por supuesto no existían Facebook, YouTube, los blogs o la Wikipedia; en definitiva, una brecha entre la adolescencia tardía y la adultez de toda nuestra generación.

La historia de Menudencio es tributaria de “El libro de arena” de Borges, de “El ángel gris” de Dolina,  y por supuesto, del Memorioso Funes; pero también de una época en que proliferaban los cibercafés, y decir “voy a Hotmail” era sinónimo de dirigirse a uno. No existía aun Gmail, o Flickr, y los respaldos informáticos se hacían en disquetes o eventualmente en CDs.

Tal vez por eso, la importancia intrínseca de esta historia radique en resaltar el valor testimonial en un tiempo en que las tecnologías documentales eran precarias, y los registros de viaje dependían mucho más de la voluntad y del temperamento, que de las facilidades del entorno.

Corresponde también decir, que la historia que sigue no es una creación individual, sino de varias personas, que sabiéndolo o no, aportaron sus granitos de arena para que este relato viera la luz. Quien lo firma es apenas un recopilador y amanuense de memorias lejanas.

Nada hace dudar más de la Historia que el ritmo vertiginoso del tiempo real. Diez años no es mucho tiempo. Sin embargo, es suficiente para legitimar un mito. La historia de Menudencio es un homenaje a la voluntad del protagonista, y al rescate de su inmenso trabajo. Pero por sobre todas las cosas, este relato es un homenaje a todos los que viajaron, y a los que viajarán.

Prado, Julio de 2012.


[1] Prólogo de 2012. Por razones obvias, no incluido en la edición original del relato, en el volumen “Next flight”, que fuera publicado en 2005 por Arquitectura Rifa Gen 98 y obsequiado a todos los clientes frecuentes de dicha institución.


 

Menudencio Minucio. El hombre y el mito.


“He recorrido las ciudades del mundo. Y he olvidado miles de páginas, miles de insustituibles caras humanas”.

Jorge Luis Borges.

 

Partió de Carrasco siendo uno más. Bolso en mano, valija en ruedas, se introdujo por el pasillo de embarque, dejando atrás historias, amigos, familia, y todo lo que pertenecía al antes. Traspasando el umbral de la escotilla del avión de United estaba el futuro, que podía leerse ya en mil signos, y que lo llenaba de sublime expectación.

Era nativo del interior del país, como lo denotaba ligeramente su acento, ya templado por los años de residencia y de trabajo en la capital, pero muy pocos sabían realmente cuál era su origen.  Se especulaba con que fuera de Florida o tal vez de Fray Bentos, como el memorioso Funes. Algunos historiadores del período lo relacionan a una aventura amorosa de un terrateniente con una de sus sirvientas, y otros lo declaran innegociablemente montevideano. Tal vez algún día alguien pueda esclarecer la verdad sobre este intrincado tema, y tal vez ofrecer ensayos más críticos y acabados que este pobre relato que a manera de humilde homenaje se ofrece. Por ahora, el autor de esta crónica, se limitará a narrar las circunstancias y hechos que hicieron de Menudencio Minucio una verdadera leyenda del viaje.

Su nombre era E…[2]  pero pasó poco tiempo antes de que todos comenzaran a llamarlo por el nombre que lo haría popular.

Era callado e introvertido, pero al mismo tiempo, seguro de sí mismo y con un ligero aire burlón. Lo caracterizaba algo que a los demás muchas veces les faltaba o bien carecían de lo suficiente: la voluntad de conocer. Pero no de conocer en el estrecho sentido turístico, o si se quiere, sencillamente académico. No. El quería conocerlo todo, y en lujo de detalles. Tenía la más absoluta convicción de que el Viaje de Arquitectura era único e irrepetible y que cada instante que pasaba debía ser aprovechado con intensidad, con brío, y a la vez con calmada seguridad.

No podía morir un segundo sin que él pudiera extraerle algo, una palabra, un detalle. Tal vez solamente un sonido (natural o artificial), una mirada, un gesto. Incluso un silencio.

Cuando se subió al primer avión, que lo llevaría a Buenos Aires, nadie reparó en el contenido de su equipaje de mano. A diferencia del resto de los tripulantes, que llevaban pertenencias personales, libros, medicamentos, y cosas de símil tenor, él solamente transportaba un cuaderno y tres lápices. Era contrario a llevar gomas, ya que borrar es pretender que algo no ha ocurrido, y prefería un gran tachón en vez de solapar los fragmentos de la memoria.

Realizó una gran cantidad de vuelos desde el inicio y hasta el final de su viaje, y en todos fue tomando nota de aquellos detalles y eventos que acontecían segundo a segundo. Nada era desestimable para él. Se interesaba por las pequeñas cosas, por las menudencias, y poco a poco, sus compañeros fueron bautizándolo con nombretes que aludían a esa maniática condición observadora. El que más trascendió y a la postre el más aceptado fue Menudencio Minucio, que despertaba simpatías y risas burlonas entre todos los que así lo denominaban.

Los primeros vuelos fueron magníficos para su investigación. En sus cuadernos -que cada vez eran más-, fue registrando minuciosamente cada hecho que ocurría a su alrededor. Dejó constancia de las comidas que sirvieron durante los vuelos, la cantidad de veces que llamaron a la azafata los demás pasajeros, y aprovechando su habilidad para el dibujo, logró representar el instructivo para la utilización del chaleco salvavidas cada vez que la azafata debió explicarlo.

Una vez, en ocasión de un vuelo desde Beijing a Shanghái, un pasajero se quejó a la azafata de que había pedido pollo y le habían traído carne. Este incidente hubiese sido algo completamente natural, corriente, vulgar, de no ser porque terció Menudencio en el asunto: le aseguró a la azafata que el pasajero había pedido carne, y le mostró sus cuadernos de apuntes como documento para apoyar su declaración. Yo lo registré, pidió carne, pidió carne, le dijo a la azafata, al tiempo que ponía cara de haber desenmascarado a un impostor.  Como corolario del asunto, el pasajero que había pedido carne y cambiado de opinión, debió comerse su plato y digerirlo junto con la furia que aquel minucioso occidental le había provocado.

Pero las apreciaciones que Menudencio hacía, trascendían el mero ámbito gastronómico dentro del avión. Lograba medir tiempos de acción del personal a bordo, y resaltar si algún pasajero iba al baño más veces que lo normal, en cuyo caso llevaba estadísticas referidas a la comida para tratar de buscar la relación existente entre lo ingerido y la respuesta del cuerpo en el baño. Al menos así fue en los primeros análisis. En los más tardíos, ya había introducido nuevas variables en su sistema de pensamiento, a través de encuestas a los pasajeros sobre lo que habían ingerido antes de subir al avión, si sentían miedo, o si estaban medicados con algo que pudiera generar malestar gástrico. Todas estas determinantes lo ayudaban en la búsqueda de la Verdad. Sus compañeros de viaje eran a menudo reacios a escuchar sus conclusiones. Algunos porque llegaban a niveles de tedio insoportables, y otros porque creían que todo ese trabajo era francamente inútil. Nadie –excepto él, claro- había logrado comprender la magnitud titánica de la tarea que se había auto encomendado: una tarea hercúlea, casi imposible, y por tal razón, noble hasta la divinidad. O hasta el paroxismo, que es igual.

Pronto los cuadernos de Menudencio se llenaron, y debió conseguir más. Estaban saturados de datos y tabulaciones, números de vuelos, cantidades de pasajeros, comidas servidas, vestimentas del personal, procedencias alimentarias, nacionalidad, etc. Y fue en ese momento cuando Menudencio comprendió que estaba perdiéndose de muchas cosas, las más variopintas y las más mundanas. Y como la imagen vale más que mil palabras –y vaya si tenía miles de ellas en sus cuadernos- decidió comprar una cámara digital de fotos.

La elección no fue fácil, ya que se le presentaron muchas marcas y modelos, y ante de tomar una decisión tuvo que realizar tablas comparativas destacando las prestaciones y los inconvenientes de cada equipo, lo cual por supuesto documentó con rigor casi científico. Finalmente, fue en un free shop del aeropuerto O ‘Hare de Chicago, cuando por fin, comprendió que la demora en la elección implicaba forzosamente una demora en su ciclópea tarea de conocerlo todo. Así pues, optó por comprar una Canon Power Shot 500 de 3.1 megapixeles, que con ese nombre rimbombante no podía ser menos que excelente; por supuesto, a sabiendas de que la toma de partido por esta opción era inexorablemente una renuncia a todas las demás.

Fue tal vez este el punto de inflexión en el viaje de Menudencio, y en su percepción de las cosas. De ahí en más, se transformaría en un obsesivo fotógrafo, compulsivo y sin temor al costo de un revelado que no necesitaría. Y lejos de pensar que estaba mirando el mundo a través del lente de la cámara, prefirió pensar que ahora tenía tres ojos, uno de ellos con zoom y gran angular.

Algunos de sus compañeros de viaje que también habían abandonado la fotografía tradicional por la digital, comparaban las prestaciones de los aparatos, aun sin conocer cosas básicas –o tal vez no- como qué corno es un mega pixel, o qué hace mejor al zoom óptico sobre el digital. Menudencio en cambio, observador y reflexivo, sacaba sus cuadernos de comparaciones y echaba luz sobre estos temas, brindando el dato exacto, la voz certera, y la minuciosidad más extrema. Muchos lo tomaban como un paradigma e intentaban seguirlo, pero se perdían en el intento. Menudencio tenía un ritmo avasallador, aun siendo la persona más calma del mundo.

Había comenzado a tomar instantáneas de todos los lugares que visitaba. Esto no debería sorprender, puesto que para eso son las cámaras. Lo curioso estriba en que sus fotografías no eran meros recuerdos de viaje, sino que cada instantánea era motivo de profundas y agudas reflexiones. En la muralla china, por ejemplo, se instaló con la cámara y el trípode en uno de los accesos, y comenzó a tomar la misma fotografía una y otra vez, a intervalos de tiempo lo más regulares posibles, nunca mayores al minuto. Capturó así  en su primera toma, la imagen de la muralla, colosal y extensa, antigua como el mundo, que se posaba sobre la China milenaria mientras los paseantes caminaban sobre ella inconscientes de su propia insignificancia. La segunda toma no fue muy diferente. Y tampoco lo fue la tercera, ni la cuarta, ni las más de cuatrocientas tomas que logró obtener. Cuando creyó que su tarea en ese punto estaba terminada, vio que sus compañeros de viaje volvían, contentos con el paseo, y ya dispuestos a subir al ómnibus que los llevaría de regreso al hotel. En vano Menudencio intentó explicar que él no había realizado el paseo por la muralla, que apenas se había quedado en el punto de inicio; pero solo recibió las burlas de sus acompañantes. Dale, Menudencio, andá a contar las hojas de los árboles, le gritó un inadaptado. Por qué no te hacés un inventario de las piedras de la muralla, le espetó otro irreverente mortal, en tono de grotesca chanza. Pero Menudencio, que estaba más allá del bien y del mal, se limitó a sonreír, sabedor de que en esos casos es mejor simular alegría, ya que las bromas sin ofendidos se vuelven menos graciosas y se diluyen en el ambiente.

Sin embargo, aun habiendo tenido que soportar los ardides humorísticos de sus compañeros, se puede decir que la apreciación de Menudencio de la muralla china fue la más completa y acabada de cuanto estudiante de arquitectura haya pasado por allí. Esa tarde, mientras el ómnibus los llevaba de regreso hacia el hotel de Beijing, Menudencio escribió en uno de sus cuadernos, al tiempo que miraba una tras otra las más de cuatrocientas fotos que había tomado a lo largo de seis horas de permanencia en el mismo lugar, y que eran, en apariencia, iguales. Pero el ojo avezado, la agudeza visual y la maniática obsesión de Menudencio veían en aquella secuencia de imágenes un verdadero tesoro, que por su continuidad se transformaba en película muda pero en millones de colores. El display de la cámara era la ventana por la cual él accedía a su preciada documentación. La primera imagen era prácticamente igual a la segunda, y a la tercera, y probablemente a la cuarta. Pero comenzaban a diferir cuando se comparaban fotos separadas por diez o doce intervalos, lo que hacía que las diferencias entre la primera y la última fuesen auténticamente notables. Gracias a esas diferencias, Menudencio pudo detectar tres variaciones en la dirección del viento apreciando los movimientos de las nubes, el pasaje de cuatro mil setecientos veintiún turistas en un sentido, y de tres mil doscientos treinta y cuatro en el otro. Detectó también la presencia de treinta y cinco perros, cuarenta y tres gatos, y un camello. Este último, sin identificar sentido de circulación: simplemente, estuvo echado todo el tiempo. De este modo, Menudencio obtuvo datos de todos los aspectos visibles, deducibles e inducibles de las fotografías, que no dudó en plasmar en sus cuadernos de notas de viaje; material que a esa altura conformaba ya una valija entera.  Sin habérselo propuesto deliberadamente, había logrado una secuencia tan completa que bien podría ser una película: en la suma de sus imágenes estáticas, había logrado recrear la acción de un punto del universo, en el instante en que a él le había tocado vivirlo. Invalorable e invalorado tesoro.

No solamente chanzas despertaban las maniáticas observaciones de Menudencio. Algunos habían llegado incluso a temerle, por creerlo absolutamente loco, y condenaban las actitudes de aquellos que tal vez queriendo o tal vez involuntariamente, realizaban acciones que se asemejaban a las suyas. No seas minuciero, se le reprochaba a todo aquel que se fijaba en detalles o insignificancias. Y aunque la palabra no figura en ningún diccionario, se aplicaba con total impunidad. Era minuciero todo aquel que se fijaba en minucias. Y como ni Larousse ni Salvat vinieron a desmentirlo, el grueso sello del uso popular legitimó esta semántica.

Varios viajeros llegaron a tener miedo de ser vistos tomando dos o tres fotos de la misma cosa, y simulaban cambiar de ángulo o ajustar el diafragma, para no ser tildados de minucieros. Y cuando alguno era visto en sospechosa pose, se le miraba de reojo, al tiempo que todos se intercambiaban miraditas cómplices e incluso alguna risita burlona.

Se llegó a reconocer en el grupo a verdaderos teóricos del arte de la minucia; personas que, allende los prejuicios anti minucieros del colectivo, se dedicaban a tomar fotografías de sus compañeros en situaciones poco felices y luego exhibirlas al resto como botín de guerra, o bien guardarlas como un arma secreta tan útil para atacar como para defenderse. Y si hacía falta, también se añadía color a las historias, que se iban poniendo progresivamente más barrocas cada vez que eran contadas. Una foto de una chica en paños menores saliendo de la ducha en un camping de Róterdam, sin proponérselo, logró armar gran revuelo después de que alguien dijera que era casada, que el marido estaba en Montevideo, y que había demorado en la ducha porque había usado como esponja a un holandés (errante) que andaba por la vuelta. Versiones más detallistas (o más minucieras) indican que tras la puerta cerrada de la ducha se verían dos pies, supuestamente del holandés, y que consecuentemente el baño no habría acabado. De acuerdo a esta óptica la foto habría sido tomada justo en un breve interludio de la diversión, circunstancia que solo servía para enorgullecer aun más al fotógrafo por la osadía de su acto.

Pero la Escuela de la Minucia, involuntariamente forjada por Menudencio, adoptó rumbos dispares con la actividad rigurosa de su mentor, para diluirse en apreciaciones banales lejanas a todo racionalismo, inspiradas más en la subjetividad y en el locus que en la abstracción científica. Así, la vida de camping en Europa era un escenario adecuado para manifestaciones que en los hoteles de lujo de Asia no se daban. En Japón, por ejemplo, las pícaras minucias de pasillo de hotel eran del tipo che, viste a Pablo y Andrea? Dijeron que no les gustaba la arquitectura hi-tech y hoy los fotografié en el Umeda Sky building de Hiroshi Hara. ¿Si? Sí, mirá las fotos! En cambio, en el ambiente de carpa europeo, conviviendo bajo unos toldos, comiendo arvejas de lata, durmiendo en el piso y teniendo como casa una camioneta, las conversaciones eran de otra naturaleza: che, ¿viste a Pablo y Andrea? Desde que se compraron la carpa iglú están palo y palo y no salen ni a ver si llueve, ¿querés ver las fotos? Nah, mejor pásame algún mapa que se me acabó el papel higiénico. Pero estas actitudes atomizadas no constituían más que esfuerzos individuales o de pequeños grupos que aspiraban o bien a un manierismo inconsciente o bien a un destaque marginal dentro del colectivo. Obsta decir que todos estos minucieros utópicos estaban muy lejos del trabajo y de las intenciones primigenias del movimiento, que llevaba adelante y con gran tesón el protagonista de esta crónica. De hecho, Menudencio nunca valoró las iniciativas de los otros, y aunque sonreía con benevolencia ante las “pruebas” de una o dos fotografías que le exhibían, él las desestimaba para su trabajo.

La percepción de Menudencio había llegado a un nivel de desarrollo tan aguzado que necesitaba cada vez más y más datos, incorporando nociones de tiempo y espacio. Desde la muralla china, las simples y sencillas fotografías habían sido sustituidas por interminables series de fotos que se sucedían a intervalos cada vez menores. Sabedor de que el contenido de la memoria es una función de la velocidad del olvido, se esforzaba por retener la mayor cantidad de imágenes, en una vertiginosa escalada del conocimiento.

Por las noches en vela, se dedicaba a observar sus interminables sucesiones de imágenes, haciendo descripciones exhaustivas, creando leyes, y sacando conclusiones basadas puramente en el empirismo de su apreciación. A veces, las propias leyes formuladas en un caso, se refutaban o se legitimaban en otro. Menudencio llegó así a concluir resultados de muy dispar índole, reflejados en sus diversos ensayos de viaje. Por ejemplo, en su escrito titulado “No me vendan más buzones”, logró demostrar que las medidas áureas del Partenón dependen del ángulo de visión; que el éntasis de la cuarta columna del lado occidental difiere en cuatro centímetros de la tercera del mismo lado, o que de sus ciento ochenta y ocho compañeros, setenta y dos habían cometido algún tipo de infidelidad con sus parejas que esperaban en Uruguay, y que de estos setenta y dos, cuarenta y siete eran del sexo femenino. Había imágenes para demostrarlo todo. También anotaciones, códigos, símbolos, teoremas y axiomas. El trabajo de Menudencio llegó a transformarse en varias valijas repletas de cuadernos, disquetes, fotografías, hojas de apuntes, mapas, y otros documentos que engrosaban su equipaje hasta el límite de lo concebible. No obstante, esto no era impedimento para que siempre estuviese bien dispuesto a cumplir con su cometido. Se dice que fue el único que logró saber –a través de ciertas pistas- por qué el Chino Recoba nunca llegó a la chorizada en el camping de Como, y por qué nunca aparecieron las invitaciones al palco oficial que prometió. También se comenta, entre sus allegados, que fue Menudencio el único que logró obtener fotografías del cónsul de Uruguay en Stuttgart, quien amablemente dio un estupendo agasajo a unos veinte o treinta integrantes del grupo, que no le vieron ni el pelo a ese buen señor.

Para Menudencio, cada detalle era una pista. ¡Ajá! –solía decir al tiempo que percibía una pizca de realidad insignificante para cualquier humano vulgar. ¡Ahora lo entiendo todo! Y acto seguido, se ponía a escribir sus minucias cual loco desaforado. El olor de unas sandalias, la mugre de una camiseta, o el sabor de la salsa que pidieron en la mesa de al lado, eran a veces parte esencial de sus historias, las cuales tejía con precisión suiza. Las pequeñas filigranas lo eran todo. No en vano, así funciona la Teoría del Caos: una mariposa mueve sus alas en el trópico, y el apocalipsis acontece en Tailandia. Al menos eso le habían enseñado. Y aunque no era exactamente así, tuvo la mala fortuna de que este involuntario recuerdo le viniera a la cabeza precisamente en una calle de Bangkok. Sin embargo, luego de varios minutos de tensa espera, mientras estudiaba las enormes posibilidades del aleteo de la mariposa en el trópico y ante la irrefutable percepción de que nada extraño estaba ocurriendo en Tailandia, concluyó, con alivio, que por suerte las mariposas, conscientes de su accionar dañino, habrían emigrado hacia otra latitud.

Conclusiones semejantes tenía anotadas por centenas en sus apuntes de viaje. Sus observaciones en el ámbito arquitectónico, por ejemplo, aunque dejan mucho que desear desde el punto de vista del establishment académico, son un claro ejemplo de su particular modo de ver. Se supo en su momento que había elaborado una tesis magistral sobre presupuestos de obra de Mies van der Rohe, basada en la –por él denominada- Teoría del metro cúbico. Sostenía Menudencio, que la sola multiplicación de la cantidad de metros cúbicos de edificio de Mies –cualquiera de ellos-, por un número cuasi áureo que él mismo había descubierto, era condición necesaria y suficiente para determinar el precio final de la obra. Por supuesto, ese número se ajustaba al IPC en forma paramétrica con el devenir de los tiempos. Semanas más tarde, ya en Los Ángeles, perfeccionó la teoría, estableciendo coeficientes de corrección a ese número-precio del metro cúbico de obra de Mies, para diferenciar entre pabellón y rascacielos. Según él, el rascacielos llevaba un poquito más de hierro. Esta teoría, aunque a todas luces era inconsistente, fue detonante de otras situaciones endoculturales dentro del propio grupo. Solo para refutarla, más de uno debió pensar, estudiar posibilidades, reflexionar, y quizá incluso hasta extrañar la Facultad. Se abrieron ámbitos de debate involuntarios e informales, en los taxis, en los metros, en los Mc Donald’s y también en los Burger King. Y aunque las conclusiones logradas no fueron gran cosa, ya que no develaron la verdad sobre tan controversial asunto, valieron como intento.

Otras teorías elaboró Menudencio en su viaje, aunque tal vez sin tanta repercusión. Comentó alguien que lo habían visto trabajando en un escrito muy polémico, titulado “Cómo tomarse en serio a Frank O. Gehry”. Se dice que este trabajo, que hacía de a ratos por las noches de insomnio, llevó cientos y cientos de páginas y fotografías; incluso reportajes y recortes de diarios, pero ni con todos los insumos disponibles logró demostrar el enunciado del título. Tal vez haya sido esta su primer obra inconclusa, o tal vez esté todavía en elaboración. El tiempo lo dirá.

El tono arquitectónico de los escritos de Menudencio merma gradualmente al llegar a los países nórdicos, donde vuelve a centrarse en los aspectos humanos de la vida cotidiana. Se le atribuye a una borrachera en la plaza de Gotemburgo, el ensayo titulado: “Luca Prodan tenía razón: breve apología de las morochas”, un escueto alegato sin mucho fundamento probablemente basado en el rechazo generalizado de todas las rubias esculturales del lugar. Sin dudas, su obra menos notable.

Pero las apreciaciones sistematizadas de Menudencio no se restringieron a las percepciones oculares únicamente. También el oído jugó un rol trascendental, sobre todo a la hora de escuchar barrabasadas de toda estirpe, que fueron aumentando su envergadura a medida que el viaje iba llegando a su fin. Concluyó con Parménides que nuestras imágenes, nuestra memoria visual y auditiva, residen en relación única en el seno del organismo, entre el calor y la claridad. Y si esa claridad se perturba, sobreviene el olvido. Tal vez por ello muchas palabras fueron borradas del vocabulario colectivo. Bien se dice que el hambre hace estragos. Y sobre todo, al final del viaje. En su ensayo titulado “Que no se entere Platón”, Menudencio reproduce diálogos inverosímiles escuchados a sus compañeros, sumados a términos casi heréticos. Se recuerdan frases memorables como I want a caj, pronunciada por alguien que quería comprar una caja en e servicio postal de Boston y desconocía la palabra box; o la no menos terrible I need to revelate this, otra joya del spanglish pronunciada en un local Kodak. Pero el lenguaje del colectivo, que se iba volviendo paulatinamente más pobre y escueto en lengua española, producto de la falta de interlocutores en el mismo idioma y de la falta de lectura, iba en cambio enriqueciéndose en aportaciones semánticas nuevas a palabras pertenecientes a otras lenguas. La frase Eu quero pegare la volta fue pronunciada en un peaje de Milán. Se trató evidentemente de una versión pseudo cocoliche de la frase “quiero pegar la vuelta”, la cual tampoco haría demasiado feliz a un docente de idioma español. Por supuesto, el tano del peaje no comprendió la agudeza y el sentido de la frase y producto de su ignorancia, tanto el comunicante como sus compañeros debieron seguir de largo por la misma carretera habiendo pagado el importe del peaje; que dicho sea de paso, era lo que correspondía.

Pero no solo se dieron aportaciones al italiano. También hubo adaptaciones del ruso, e incluso del polaco. La palabra mamushka, fue empleada mil y una veces para referirse a las matrioshkas rusas. Y cuando el vendedor ponía cara de no entender, se le miraba como diciendo dale, valor, no me la hagás difícil y vendeme una mamushka. Obsta decir que costaba mucho adquirir ese elemento.

Frases y situaciones similares están recopiladas en el escrito citado, donde no se dejan afuera nuevos galicismos, anglicismos, y otros ismos, hasta incluso algún latinismo y también, por qué no, algún germanismo. En fin… eso mismo.

El rastro de Menudencio se pierde al concluir el viaje de arquitectura del año 2002, y deja paso a la imaginación popular. Gracias a la impunidad que da la ausencia del implicado, las malas lenguas comentaron que había perdido su boleto de avión y que tuvo que volverse de polizón en un pesquero. Otros, igualmente maliciosos, sostuvieron que tuvo que quedarse trabajando un par de meses en París para poder pagar el envío de sus doce valijas repletas de datos. Pero tal vez la hipótesis más factible sea la que afirma que Menudencio deambula por ahí, buscando algún editor lo suficientemente inconsciente como para publicar su inconmensurable trabajo; el cual sería, sin temor a caer en un error, el libro más grande del mundo. No debe ser una tarea sencilla, puesto que la edición de un volumen de tales características debería dejar más que satisfechos a todos si llega a cubrir el tiraje de un único ejemplar; que por sus características, sería lógicamente rechazado en todas las librerías, incluso las más paquetas de dos o tres pisos. Las bibliotecas públicas tampoco tendrían donde alojarlo, ya que una estantería acorde no puede existir sino en la fantasía de unos pocos. El papel debería ser muy económico, y aun así, ni un descuento por cantidad lograría bajar significativamente los costos. Pero aunque sabemos que es prácticamente imposible su publicación, no perdemos las esperanzas, pues tal tarea serviría para demostrarle a más de un fanático academicista que la suma de las pequeñas percepciones puede ser mucho más enriquecedora que unos cuantos manuales curriculares. Las grandes cosas se forman en base a las pequeñas. Y quien lo dude, no ha contemplado la imagen de las pirámides recortadas en el desierto.

Epílogo

A dos años y medio de aquel viaje, poco se sabe con certeza de este emérito personaje. El tiempo, que lo diluye todo, lo ha borrado de muchas memorias, incluso de las más tenaces. Quienes lo recuerdan, lo hacen con cariño o con indiferencia, pero es innegable que su imagen se torna cada día más sepia. Pocos de los viajantes de ese año son proclives al recuerdo exacto, disciplina en la que Menudencio supo ser un verdadero maestro. En general, idolatran, inventan, y legitiman mitos y ritos de todo calibre. No son infrecuentes las reuniones de boliche donde se habla de “lo mejor del viaje” para referirse a situaciones o hechos que tal vez ni siquiera existieron, o que ocurrieron a otra escala, mucho menor, o mucho mayor. La subjetividad crece con la distancia temporal, y el peso de la memoria se aliviana al sustituir la realidad de lo que fue por la idealidad de lo que debió ser. Tal vez por esto se ha ocultado el paradero de la obra de Menudencio, que hasta la fecha aun no ha visto la luz. Algunos de los viajeros de aquel año, esgrimiendo el argumento clásico contra Jack el destripador, sostienen que Menudencio no pudo estar en todos los sitios al mismo tiempo, y que por consiguiente no pudo tratarse de una sola persona.

Los intelectuales de boliche en cambio, esos que le aplican el psicoanálisis incluso al sachet de leche descremada, van un paso más allá y afirman que Menudencio no fue real sino un producto de la imaginación colectiva, algo así como una memoria de grupo. Tal aserto no es más que un intento fútil para desvirtuar la imagen del autor de una obra tan monumental como Persia. De hecho, hay muy pocos interesados en que este fragmento de la historia se divulgue. Los inexpugnables registros de Menudencio echarían luz sobre tantos mitos construidos a través de los días y los meses posteriores al viaje que tal vez no convendrían a las mayorías. Y si bien no se sabe con certeza de algún oscuro plan secreto urdido para deshacerse de su recuerdo, hay quienes temen que pronto la antes vívida imagen de Menudencio caiga en el olvido para siempre.

Los teóricos de su desaparición, al margen de las posturas ya comentadas, también suelen negar su existencia, ninguneándolo de la forma más vil, y aplicándole su nombre de pila corriente, el que indica la cédula, en vez del glorificado nombre de Menudencio Minucio. Pero aquellos viajantes que lo recuerdan y lo invocan, entre los que se encuentra el autor de esta crónica, saben bien que la obra de Menudencio no ha salido a la luz porque no está concluida. Y su disciplina es tan grande que tal vez no lo esté jamás. Y aunque algún día un titán o quizá un semidiós decidan escribir la historia entera del universo, deberán saber que una parte ha sido escrita ya, y tal vez deban pagarle a Menudencio los derechos de autor. Quizá incluso en estos instantes él está por ahí, viendo y registrándolo todo. Haciendo el papel de escribano del mundo. Aunque su viaje haya terminado, su obra no.

Tal vez Ud., estimado lector de estas líneas erráticas, esté en este momento siendo observado por Menudencio. El sabrá cuantas veces arqueó las cejas a lo largo de la lectura, cuantas veces bostezó, o si tal vez esbozó una sonrisa a lo largo del relato. Tenga cuidado. Reprima sus deseos de mirar en derredor buscando un tipo extraño con una cámara y un cuaderno. Tenga en cuenta lo exigido de su trabajo. No se lo multiplique agregando gestos innecesarios.

Adrogué, Julio de 2004.

 

Apéndice. Algunos ensayos contenidos en la obra de Menudencio Minucio.

• “La hora del té en el avión y el conflicto con los meridianos”. 5 páginas. Comenzado y terminado en Londres.
• “Comidas y bebidas del mundo”. 4545 páginas. Comenzado en una taquería mexicana. Terminado en otra.
• “Luca Prodan tenía razón: breve apología de las morochas”. 6 renglones. Gotemburgo, Suecia.
• “Y… es como todo”. Colección de frases hechas y lugares comunes repetidos por sus compañeros. 8627 páginas. Iniciado en Montevideo.
• “La globalización es flor de mentira”. Catálogo ilustrado de marcas mundiales de todo tipo. 917 páginas.
• “Lo sé todo”. Escrito intimidatorio que recopila los actos más ruines con nombre y apellido. Minucias para todos los gustos (o disgustos). Probablemente su ensayo más temido. 11578 páginas. Inconcluso.
• “Nunca hubo guerra en Pakistán”. Refutación de la CNN. 203 páginas de dinamita pura.
• “Teoría del metro cúbico: develando el secreto de Ludwig Mies van der Rohe”. 8 páginas incluyendo índice y tapas. No daba para más.
• “Las poéticas de Sverre Fehn y apostillas al mito nórdico en la segunda posguerra”. Solo el título. Inconcluso.
• “Koolhaas es el uno”. Pobre pero bienintencionado alegato. Con dedicatoria a Capandeguy. 20 páginas.
• “No me dejen sooloooooo!”. Crónica de un abandono en la zona roja de Amsterdam. Un renglón y medio.
• “Mi primera obra como arquitecto”. Ensayo graficado sobre cómo armar una carpa iglú. Dos o tres párrafos plagiados del manual del fabricante. Actualmente en juicio. 6 páginas.
• “Que no se entere Platón. Una aproximación a la comprensión estilística del lenguaje”. Recopilación sistemática de diálogos y palabras generados durante el viaje. Sin conclusiones, solo a nivel informativo. 1143 páginas.
• “No me vengan con Julio Alonso”. Escrito pedante, redactado al final del viaje. 90 páginas.
• “Del Danubio al Pantanoso”. Crónica ambivalente del regreso. 3144 páginas.

 

[2] El manuscrito original está borrado al parecer intencionalmente en esta parte. Apenas puede reconocerse una “E” mayúscula. (N.del R.).

 


La narración precedente es autoría de Fernando García Amen y fue Primer Premio en la segunda edición del Concurso Literario de la Facultad de Arquitectura, llevado a cabo durante el año 2004. Asimismo, fue publicada en la recopilación “Next flight. Relatos de estudiantes de arquitectura por el mundo”, durante el año 2005. El jurado de dicho concurso estuvo compuesto por Washington Benavides, Rafael Courtoisie, y Marcos Castaigns